Al caballero Arnaldo le gustaba comer las setas asadas con la salsa de la carne y rebañar cada resquicio del plato con una buena hogaza de pan. Y aunque tal hazaña le impedía entrar en su armadura en las dos horas siguientes, esto no le suponía problema alguno, pues disfrutaba de unas largas y placenteras siestas. Las semanas se sucedían unas a otras y su rutina parecía no tener fin, hasta que, un día, tras devorar el último trozo de pan, un ruido estrepitoso sobresaltó a todo el pueblo, la corneta del castillo reclamaba la presencia de todos los caballeros…
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